Zopilotes y buitres sobrevuelan mi pueblo, amos del aire pútrido que ellos mismos han enrarecido. Con sus alas negras y desgastadas, replican ideas caducas, como ecos de un pasado corrupto, disfrazando mentiras con promesas doradas. Día tras día, los borregos y corderos, dóciles e ingenuos, siguen el son de sus palabras huecas, aceptando un mísero puño de hierba, mientras los carroñeros se dan el festín. Solo los zopilotes comen. Solo sus hijos, alimentados con el botín de la miseria ajena, devoran a los más pequeños.
En el congreso, los buitres alzan sus graznidos, cacareando cada uno su propia verdad, verdades que no pertenecen a los humildes, esos que cada día despiertan para sobrevivir en una tierra infestada de carroñeros. Las hienas, agazapadas, controlan el quehacer diario con afilada precisión, envenenando a los niños, a los jóvenes y a los débiles, suministrándoles drogas que destrozan cuerpos y almas.
Cada mañana, un nuevo rugido de amenaza se lanza contra los que se atreven a disentir. Se les humilla, se les desprecia, se les aplasta bajo el peso de un sistema que privilegia a unos pocos. La maquinaria del poder es implacable: su fuerza radica en el miedo que siembra, en la obediencia que arranca a gritos y golpes.
Las arcas públicas se vacían como si fueran botines en una cacería eterna. Robar, despojar, enriquecerse: estas son las únicas lecciones que estos animales han aprendido con perfección. Cualquier grupo autónomo, cualquier voz de resistencia, es eliminado con fría eficiencia. Así, entre las sombras de este ecosistema corrupto, los zopilotes y buitres continúan su reinado, dejando al pueblo hundido en la desesperanza, esperando un día en que el cielo, por fin, se limpie de sus alas.
