Mirando el horizonte.

Zopilotes y buitres sobrevuelan mi pueblo, amos del aire pútrido que ellos mismos han enrarecido. Con sus alas negras y desgastadas, replican ideas caducas, como ecos de un pasado corrupto, disfrazando mentiras con promesas doradas. Día tras día, los borregos y corderos, dóciles e ingenuos, siguen el son de sus palabras huecas, aceptando un mísero puño de hierba, mientras los carroñeros se dan el festín. Solo los zopilotes comen. Solo sus hijos, alimentados con el botín de la miseria ajena, devoran a los más pequeños.

En el congreso, los buitres alzan sus graznidos, cacareando cada uno su propia verdad, verdades que no pertenecen a los humildes, esos que cada día despiertan para sobrevivir en una tierra infestada de carroñeros. Las hienas, agazapadas, controlan el quehacer diario con afilada precisión, envenenando a los niños, a los jóvenes y a los débiles, suministrándoles drogas que destrozan cuerpos y almas.

Cada mañana, un nuevo rugido de amenaza se lanza contra los que se atreven a disentir. Se les humilla, se les desprecia, se les aplasta bajo el peso de un sistema que privilegia a unos pocos. La maquinaria del poder es implacable: su fuerza radica en el miedo que siembra, en la obediencia que arranca a gritos y golpes.

Las arcas públicas se vacían como si fueran botines en una cacería eterna. Robar, despojar, enriquecerse: estas son las únicas lecciones que estos animales han aprendido con perfección. Cualquier grupo autónomo, cualquier voz de resistencia, es eliminado con fría eficiencia. Así, entre las sombras de este ecosistema corrupto, los zopilotes y buitres continúan su reinado, dejando al pueblo hundido en la desesperanza, esperando un día en que el cielo, por fin, se limpie de sus alas.

El G20: un foro de gigantes dormidos

En la sala de los poderosos, se alzan las voces de los grandes. Veinte naciones, guardianas del destino global, se sientan en torno a mesas donde se discuten los problemas que azotan a un mundo cada vez más fracturado. Sus discursos, llenos de promesas brillantes, suenan como sinfonías de esperanza: combatir el hambre, frenar el cambio climático, repartir vacunas, cerrar las grietas de las desigualdades y construir un futuro sostenible. Cada palabra está impregnada de la responsabilidad que les confiere su peso en el mundo, como titanes llamados a sostener el firmamento.

Y, sin embargo, las acciones se desmoronan antes de cruzar la puerta. Las montañas de ideas se deshacen como arena en las manos del tiempo, dejando solo vagas intenciones que el viento se lleva. Se firman declaraciones solemnes, se levantan las manos para aplaudir compromisos que nunca llegan a florecer. En sus discursos, resplandece la retórica de un mañana mejor, pero en la práctica, todo queda suspendido en la bruma de la indiferencia.

Los líderes del G20 son capaces de mover las mareas: juntos, poseen los recursos para alimentar al hambriento, para frenar los estragos del calentamiento global, para dar un respiro a las naciones pobres. Pero a menudo, sus palabras se desvían en el laberinto de los intereses nacionales, en las rivalidades soterradas, en el peso de los compromisos económicos que benefician a unos pocos y postergan a los muchos.

Mientras los gigantes debaten, el mundo sigue ardiendo. Los bosques caen bajo el filo de las sierras, las aguas suben tragándose pueblos enteros, y los niños, en las esquinas del planeta, ven pasar sus días entre el hambre y la miseria. En las calles de las naciones más pobres, no llegan los acuerdos climáticos ni los fondos prometidos. En las esquinas más oscuras de las urbes, el veneno de las drogas y la violencia sigue envenenando futuros.

El G20, en su grandeza, tiene el poder de cambiarlo todo. Podrían ser los arquitectos de un nuevo equilibrio, los autores de un cambio que reconstruya lo que está roto. Pero su fuerza se diluye en el océano de la burocracia, en el peso de los intereses particulares. En lugar de forjar un mañana distinto, se convierten en autores de un presente perdido, donde las cumbres solo quedan como un eco vacío en los salones de los hoteles de lujo.

La esperanza está ahí, pero languidece. El G20, ese foro de titanes, podría ser el faro que guíe al mundo hacia un horizonte más justo. Pero, por ahora, no es más que una antorcha que se apaga lentamente, mientras el mundo que prometieron salvar sigue esperando.

La Navidad en libertad.

Canta, pueblo, la estrella brillará

Coro:
Canta, pueblo, la estrella brillará,
la luz de la justicia tu noche romperá.
Con fe y esperanza, el cambio llegará,
y en esta Navidad, ¡la libertad vendrá!

Estrofa 1:
En cada rincón resuena el clamor,
de un pueblo valiente que busca el amor.
El Niño en el pesebre nos viene a enseñar,
que la unión y la fuerza nos harán triunfar.

Coro:
Canta, pueblo, la estrella brillará,
la luz de la justicia tu noche romperá.
Con fe y esperanza, el cambio llegará,
y en esta Navidad, ¡la libertad vendrá!

Estrofa 2:
Campanas anuncian un nuevo nacer,
rompiendo las sombras que apagan el ser.
La mesa se llena de pan y de unión,
y juntos marchamos con el corazón.

Coro:
Canta, pueblo, la estrella brillará,
la luz de la justicia tu noche romperá.
Con fe y esperanza, el cambio llegará,
y en esta Navidad, ¡la libertad vendrá!

Puente:
Que la estrella guíe el camino a la paz,
que el Niño bendiga la lucha veraz.
Que se alce la voz, que se rompa el silencio,
¡el pueblo se libera con fe y con aliento!

Coro (final):
Canta, pueblo, la estrella brillará,
la luz de la justicia tu noche romperá.
La unión y el amor el miedo vencerán,
y en esta Navidad, ¡la libertad vendrá!

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«Un abrazo a los pueblos oprimidos»