En la sala de los poderosos, se alzan las voces de los grandes. Veinte naciones, guardianas del destino global, se sientan en torno a mesas donde se discuten los problemas que azotan a un mundo cada vez más fracturado. Sus discursos, llenos de promesas brillantes, suenan como sinfonías de esperanza: combatir el hambre, frenar el cambio climático, repartir vacunas, cerrar las grietas de las desigualdades y construir un futuro sostenible. Cada palabra está impregnada de la responsabilidad que les confiere su peso en el mundo, como titanes llamados a sostener el firmamento.
Y, sin embargo, las acciones se desmoronan antes de cruzar la puerta. Las montañas de ideas se deshacen como arena en las manos del tiempo, dejando solo vagas intenciones que el viento se lleva. Se firman declaraciones solemnes, se levantan las manos para aplaudir compromisos que nunca llegan a florecer. En sus discursos, resplandece la retórica de un mañana mejor, pero en la práctica, todo queda suspendido en la bruma de la indiferencia.
Los líderes del G20 son capaces de mover las mareas: juntos, poseen los recursos para alimentar al hambriento, para frenar los estragos del calentamiento global, para dar un respiro a las naciones pobres. Pero a menudo, sus palabras se desvían en el laberinto de los intereses nacionales, en las rivalidades soterradas, en el peso de los compromisos económicos que benefician a unos pocos y postergan a los muchos.
Mientras los gigantes debaten, el mundo sigue ardiendo. Los bosques caen bajo el filo de las sierras, las aguas suben tragándose pueblos enteros, y los niños, en las esquinas del planeta, ven pasar sus días entre el hambre y la miseria. En las calles de las naciones más pobres, no llegan los acuerdos climáticos ni los fondos prometidos. En las esquinas más oscuras de las urbes, el veneno de las drogas y la violencia sigue envenenando futuros.
El G20, en su grandeza, tiene el poder de cambiarlo todo. Podrían ser los arquitectos de un nuevo equilibrio, los autores de un cambio que reconstruya lo que está roto. Pero su fuerza se diluye en el océano de la burocracia, en el peso de los intereses particulares. En lugar de forjar un mañana distinto, se convierten en autores de un presente perdido, donde las cumbres solo quedan como un eco vacío en los salones de los hoteles de lujo.
La esperanza está ahí, pero languidece. El G20, ese foro de titanes, podría ser el faro que guíe al mundo hacia un horizonte más justo. Pero, por ahora, no es más que una antorcha que se apaga lentamente, mientras el mundo que prometieron salvar sigue esperando.
